En la joyería tradicional popular, las joyas, además de cumplir una función estética y de representación de la posición social y económica de quien la portaba, tenía un alto valor simbólico y protector.

Los ricos trabajos de filigrana, acompañados por pedrería, azabaches, etc., con mucha frecuencia, eran completados con medallas, tablillas, relicarios, campanillas, higas, piedras de la sangre, piedras de leche…, lo que nos pone ante un conjunto de adornos que transciende el mero hecho estético y el deseo de mostrar un alto estatus social; nos referimos concretamente a los elementos protectores que nos llevan a un mundo supersticioso y, para nuestra mentalidad de hoy, sorprendente.

Esto que para nosotros es sorprendente era una estructura típica de la mentalidad de épocas pasadas y de amplios grupos de la población de nuestro país. Es, por tanto, lógico que esta mentalidad se reflejara en los adornos, y de ahí la profusa cantidad de ellos identificados como amuletos (higas, coral, ágatas de diversos colores, cuentas de vidrio, cruces de Caravaca, tablillas, etc.) que se pueden contemplar en, por mencionar algún museo, el Museo de las Alhajas de la Vía de la Plata, de La Bañeza, o el Museo del Traje. CIPE, de Madrid.

Antes de nada convendría recalar en el concepto de amuleto. Para expresarlo en pocas palabras, un amuleto es un objeto del que se cree que tiene grandes poderes como protector, para el que lo lleva, contra un importante número de males. Su relación con la especie humana es viejísima y pueden estar realizados con diferentes materiales: de origen mineral (plata, cobre…), animal (garras de tejón, patas de conejo, dientes y otros muchos) o vegetal (distintas plantas). Y pueden ser: elaborados (higas, objetos de plata, cuentas de coral, etc.) o bien obtenidos directamente sin alterar del entorno (raíces como la de la mandrágora, etc.). Es necesario indicar que, en muchas ocasiones, un determinado amuleto sirve para el mismo fin que otros, con lo que se amplía el arsenal para contrarrestar los males.

La necesidad de protegerse contra los diferentes males llevó a las gentes a incorporar los amuletos en los diferentes adornos y collaradas (que en muchos casos pesaban varios kilos) que lucían nuestras antepasadas en muchas regiones del país, y pasaban así a formar parte de los joyeles con los que se adornaban.

En este sentido hay que señalar que en épocas pretéritas, con una situación sanitaria y de desarrollo socio-económico lamentable, la mortandad era muy elevada y el desconocimiento de las enfermedades, acusado, lo que empujaba a las gentes a buscar remedios donde la medicina o los medios económicos personales no podían llegar. En este contexto los amuletos se revelaban como los últimos instrumentos contra el mal.

En la mayoría de las collaradas de las regiones que hemos señalado más arriba aparecen: cuentas ensartadas realizadas en coral (que se tenía como muy eficaz contra el mal de ojo y, en algunas regiones, también como protector contra el rayo; además proporcionaba un buen sueño), alternándose con otras en filigrana de plata (alconciles) u oro (metales que desde antiguo eran protectores); medallas dedicadas a diferentes santas y vírgenes con poderes protectores de la enfermedad o la desgracia; campanillas ahuyentadoras de brujos/as y seres malignos; crecientes lunares adecuados para protegerse contra el alunamiento o el mal de aire (enfermedades que llevaban al progresivo marchitamiento de la persona y que, si no se atajaban, desembocaban en su muerte; y cruces de Caravaca que, al margen de su significado y valor religioso, cumplían una función que consistía en procurar buenos partos, y además eran útiles contra las tormentas, la rabia y el fuego.

En relación a lo apuntado, en muchos joyeros de alguna región española, por ejemplo en la zona de León, aparecen ciertas piedras semipreciosas, como es el caso del ágata en dos tonalidades, blanco y rojo. Son las conocidas “piedras de leche” y “de la sangre”, que, al mismo tiempo que servían de adorno, cumplían una función esencial en la crianza de los niños y los problemas del embarazo, parto y postparto. La “piedra de leche” se la colocaban sobre el pecho las madres que estaban criando a sus retoños, en la creencia de que esta la ayudaría a producir abundante cantidad de leche, y además sana (con el mismo fin se utilizaban también los crecientes lunares o llaves, por poner alguno de entre los muchos ejemplos existentes). El ágata roja (“piedra de la sangre”) la llevaban también encima las mujeres durante embarazo, parto y postparto, pues se pensaba que era protectora o evitaba las hemorragias, con lo que aseguraban la descendencia.

La descendencia era considerada como una gran riqueza para la pareja, que tenía como fin esencial tener hijos. La infecundidad se convertía así en una enorme desgracia que era necesario conjurar, y para ello se recurría a ciertos amuletos, algunos de los cuales aparecen entre colgantes y collares formando parte de los adornos de las mujeres de muchas zonas del país, tal es el caso de las conchas de cauri, caracolas, habas de santa Lucía, piñas en diferentes materiales y tamaños, huesos de dátil, etc.

En un mundo como el que describimos (y esto ha sido así hasta hace relativamente poco), plagado de amenazas y enfermedades con causas para las gentes desconocidas, y por tanto imputables a la acción de brujos/as y demás seres malignos que se cebaban fundamentalmente con los niños pequeños, se desplegó una enorme variedad de elementos protectores para ellos, que se plasmaron en dijeros (una especie de cinturón más o menos bellamente trabajado, del que cuelga un determinado número de amuletos), muchos finamente trabajados (dependiendo de la posición social y económica), de los que nuestros pintores han dejado bellas muestras. Tal es el caso del retrato que Pantoja de la Cruz realizó de la infanta Ana de Austria (actualmente en el museo de las Descalzas Reales de Madrid), que además nos indica la amplitud y el alcance de este tipo de supersticiones, que llegaba incluso a las clases más pudientes y cultas. Si el lector se para a examinar el mencionado cuadro, verá que en el dijero se encuentran campanillas (que también aparecen en las collaradas, desde León hasta Extremadura) que tenían como fin ahuyentar a las brujas y las malas influencias, así como una gran higa realizada en azabache cuyo fin primordial era proteger a la infanta contra el temido mal de ojo. Tal era el miedo que se le tenía, que las madres evitaban en la medida de lo posible las miradas de la gente sobre sus hijos, y por tanto siempre iban ambos acompañados por sus correspondientes amuletos.

Todo este arsenal se veía reforzado o potenciado por unas carteritas, muchas veces bellamente trabajadas, que contenían escritos considerados de gran fuerza contra el mal, como era el caso de ciertos pasajes de los Evangelios y los textos relacionados con la Regla de san Benito, tan ampliamente utilizados por las gentes de nuestros pueblos en base al valor protector que se les imputaba sobre un importante número de calamidades.

Cabría resaltar como elementos sorprendentes los amuletos de origen animal, como es el caso de la garra del tejón (que se utilizó como ahuyentador de los malos influjos y la envidia, de la que se creía que era el desencadenante del mal de ojo) o de los colmillos de jabalí (al que, además de ser protector, se le consideraba esencial como favorecedor de la dentición), engarzados en plata y utilizados a modo de colgante que se incorporaban con frecuencia como acompañantes de los collares y demás aderezos ornamentales, y que servían para evitar el mal de ojo y otras desgracias.

En los joyeros aparecen con una cierta frecuencia corazones, generalmente realizados en plata, que se colocaban las novias en el lado izquierdo del pecho y que servirían para proteger la relación de la pareja de todo influjo maléfico. También hemos visto higas realizadas en coral rojo y engarzadas en plata, que tenían la finalidad de proteger contra el consabido mal de ojo y contra los celos, función que también cumplían las medallas de santa Elena y la garra de tejón.

Es curiosa la abundante variedad de objetos protectores que incorporó la cultura popular a su adorno personal, para cumplir la doble función de amuleto y pieza para el embellecimiento propio. Más sorprendente aún resulta que adornaran imágenes que en principio estarían al margen de la influencia de este tipo de cosas, como es el caso de algunas santas y vírgenes, a las que se donaban por testamento estos collares y elementos protectores, y que en muchos grabados y pinturas de tiempos pasados aparecen con ellos como complementos mágico-protectores… Incluso existen representaciones en las que pueden verse imágenes del Niño Jesús portando sus correspondientes objetos protectores, lo que viene a subrayar lo extendido que estaba este tipo de creencias y la gran importancia que para capas importantes de nuestra sociedad pasada tenía todo este asunto del mal y de la brujería.

® Américo López

Imagen: http://www.diariodeleon.es/noticias/revista/belleza-protege_602592.html

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